taller de castellano 1. como terminarías el relato... dale un final. 2. escriba un ensayo sobre: la pasión, engaño, muerte
solución
1.Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer. Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela luego termino de leer la lectura y se fue a el mayordomo ya había puesto la cama apago los focos y se dispuso a dormí fin
2.¿QUÉ ES UNA PASIÓN?. Aún cuando el estudio de las pasiones sea tan antiguo como las más viejas especulaciones de la filosofía, no temo emprender aquí de nuevo, pero bajo una forma especial, restringida, en términos que serán determinados con precisión. Este estudio me parece justificado por dos razones principales. La primera es que, aún cuando las pasiones no puedan todas, y en su integridad, ser calificadas de enfermedades, a veces se acercan de tal modo a estas, que la diferencia entre los dos casos es casi imperceptible y forzosamente se establece una aproximación. La segunda, que este término ha caído en desuso (sin motivos valederos, en mi opinión), y que no se emplea, por decirlo así, en la psicología contemporánea. Me he dedicado a minuciosas investigaciones acerca de este punto. He consultado una veintena de tratados, escritos en diversas lenguas, que gozan, por motivos diversos, del favor del público, y he observado que dos o tres apenas consagran algunas cortas páginas a las pasiones. El lector me dispensará de ofrecerle una lista de nombres que sería ociosa. En muchos autores la palabra “pasión” no se encuentra ni una sola vez (Bain, W. James, etc.). Otros la insertan de pasada, pero para confundirla con los términos “emociones” o sentimientos en general, y sostienen que puede decirse indistintamente emociones o pasiones. Otros se contentan con observar, con razón por otra parte, que es una expresión vaga y elástica; no parecen suponer que pueda ser precisada. Solo hay excepciones muy raras en este olvido universal1 . Mientras que en el siglo XVII (Descartes, Spinoza) y hasta más tarde, se daba a la expresión “pasiones del alma” un sentido amplio que equivalía a la actual de estados afectivos, abranzando así la vida de los sentimientos casi entera, esta palabra se ha visto en nuestros días borrada de la psicología o no subsistiendo sino a titulo de locución vulgar. Ese ostracismo, en tanto, he podido comprobarlo, es de origen y de importación inglesa. El libro de Bain: Emotions and Will y la obra célebre de Darwin La expresión de las emociones, me parece haber ejercido, en este respecto, un influjo decisivo2 . Esta definición de la emoción y de la pasión, que son dos modos distintos de la vida afectiva (o más bien la confiscación de un modo en provecho exclusivo de otro que deviene el término general), me parece aciaga y propia para embrollar una nomenclatura ya muy confusa. No se puede poner en duda que hay un gran inconveniente en designar mediante la misma palabra “emoción” de una parte estados afectivos, grandes y pequeños, violentos y moderados, efímeros y tenaces, simples y complejos, de otra fenómenos especiales, teniendo sus caracteres específicos tales como el miedo, la cólera, el disgusto, etc. Esto es tan poco racional como si, en una clasificación científica, se aplicara el mismo término al género y a sus especies. La tendencia actual a negar a las pasiones un capítulo aparte en los tratados de psicología ha sido un retroceso. Desde fines del siglo XVII; Kant en un pasaje frecuentemente citado, marcaba entre la pasión y la emoción una distinción clara, precisa y positiva: Antropología (lib. III p.73). “La emoción dice, obra como el agua que rompe el dique, la pasión como un torrente que ahonda cada vez más su lecho. La emoción es como un arrebato que se prepara, la pasión como una enfermedad que resulta de una constitución viciosa o de un veneno absorvido, etc.” La posición de Kant, actualmente abandonada, debe ser tomada de nuevo, pero con los métodos y recursos de la psicología contemporánea y rechazando esa tesis exagerada que considera todas las pasiones como enfermedades. El objeto de este trabajo es por lo tanto, reobrar contra la corriente.
El engaño: Para un novelista nato el ensayo es un género innecesario. Le parece estorboso, confuso y carente de una dirección definida. Si el novelista quiere expresar un pensamiento por medio de la literatura le basta con poner a un personaje a pensar. Las largas conversaciones entre los hermanos Karamazov no dejan fuera casi ningún tema moral. Los personajes discuten hasta el agotamiento respecto del bien y del mal. Y si uno compara la ficción escrita de Jean-Paul Sartre con su obra ensayística no puede dejar de reconocer que si bien en su filosofía el escritor francés es contradictorio, no lo es en La náusea ni en La puta respetuosa. No puede serlo porque el novelista no persigue la misma verdad que el ensayista. Su obra es un golpe que la imaginación le propina a la realidad y su contundencia o certeza no depende de la contradicción o de la erudición de la trama. Más bien depende de la voluntad de convertirse en un hecho que conmueva y lo lleve a formar parte de nuestra vida.
la muerte: En ocasión de diagnosticar una enfermedad grave, o de indicar un procedimiento a un paciente, éste o sus familiares suelen interrogarnos sobre los riesgos. En esta pregunta parece quedar implícita la duda sobre la ocurrencia de efectos o complicaciones generadas por la patología o la intervención; sin embargo, en general, no es posible discernir si el interlocutor también considera a la muerte entre estas posibilidades. Es raro que un paciente pregunte directamente si puede llegar a morir de su enfermedad. De la misma forma, todos los médicos asistimos frecuentemente a la situación en la que la muerte admisible de un enfermo terminal o de edad avanzada despierta un dramatismo exagerado e incomprensible entre los familiares, capaz de llevarlos al enfado y al litigio contra el sistema médico. La tenacidad con la que no se reconoce ni se acepta la muerte se presenta anacrónica en nuestra era empapada de ciencia y de razón. Hace ya casi 50 años que el sociólogo inglés Geoffrey Gorer (1) señaló cómo la muerte se ha convertido en tabú y reemplazado al sexo como símbolo de censura. Antiguamente se les decía a los niños que nacían de un repollo, pero asistían a la escena del adiós a la cabecera de un familiar moribundo. En la actualidad, los niños son iniciados desde pequeños en la fisiología del amor y la anticoncepción, pero jamás podrán ver cómo su abuelo deja este mundo. Parece ser que técnicamente admitimos la posibilidad de morir cuando padecemos una enfermedad, pero en el fondo solemos sentirnos inmortales. Sin duda, la medicina también aporta sus motivaciones para creer que no vamos a morir, o que por lo menos no existirán más muertes prematuras. La idea que nos hacemos de este buen porvenir parece estar autorizada por los trasplantes de órganos, la terapia génica y celular, la clonación o las terapias rejuvenecedoras
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